15 años caminando juntos

by - marzo 17, 2020


Este fin de semana me invitaron a una celebración de 15 años. Hace mucho no asistía a una, pero con certeza jamás había ido a una como esta. La invitación decía ropa cómoda y en lugar de prepararme para trasnochar tuve que disponerme a estar en pie a las 5:30 de la mañana del domingo para llegar al evento a tiempo. Como es tradicional en una fiesta de estas, no todos los invitados nos conocíamos, nos unía la quinceañera; en este caso el quinceañero, un semillero de Yoga que se ha multiplicado y que mutó para convertirse en dos versiones de diplomado ofrecidos en una universidad pública y otra privada de la ciudad. Estos espacios de crecimiento personal, por los que hemos pasado cientos y que tienen como cabeza a Esteban Augusto Sánchez, están de aniversario. 

 La celebración fue muy especial. El salón en el que se hizo está ubicado en Envigado, en el sector Arenales, Vereda El Salado. La decoración era verde con azul: el verde de un variado follaje de árboles y ramas de todo tipo y el azul de un cielo profundo que nos miraba con amor. Ni hablar de la música, fue de lo mejor del evento. Con los sonidos del agua fluyendo, las hojas mecidas por el viento, los insectos y los pájaros manifestándose y nuestras respiraciones de fondo, un silencio hipnotizante se dejó escuchar mientras los invitados dábamos pasos cuidadosos y conscientes por toda la vertiente del río la Miel. 

 Hablando de pasos, los zapatos hicieron parte importante de nuestro ajuar; los lucíamos colgados de nuestros morrales mientras nuestros pies descalzos se posaban uno tras otro sobre las rocas, a través de las cuales fluía gélida y transformadora el agua del río. 



 No les he contado sobre el baile, claro que bailamos, y así como en las fiestas de quince lo hicimos a veces en parejas y a veces en grupo. Nos movíamos coordinadamente por los tramos más complejos del camino, uno tras otro o al lado del otro, dándonos las manos, los brazos o lo que hiciera falta, dejando que nuestros cuerpos hablaran por nosotros, dejando que ese vínculo universal que nos conecta nos avisara si era hora de mirar atrás para ver cómo venía el compañero y si era pertinente tenderle una mano, si era hora de acelerar o bajarle al paso, yendo al ritmo del grupo, al ritmo de la música, al ritmo del universo. 

 Con todo dado, espacio, música y compañía, empezamos de a poco a entrar en ese estado meditativo al que la práctica de Yoga siempre nos invita; ese en el que te adentras y estás tú con tú, y empiezas a verle la cara a tus miedos, a tus inseguridades, a tus juicios. La celebración se vuelve alternamente una experiencia individual. Y estando ahí, yo con yo, en el silencio, mi mente se hizo presente y empezó a tener su propia conversación. Hablamos de amigos, exnovios, de otras caminatas, de los otros invitados, hablamos de las piedras, sus formas y sus texturas, cantamos y, a veces, cuando el camino requería toda nuestra concentración, se acallaba un instante para que pudiéramos conservar el equilibrio sin caer o ayudar a la mamá canguro asegurándonos de estar ahí presente para que todo saliera bien. 


 Claro que hubo show. Una imponente cascada fue parte de la recompensa al final del camino. No puedo decir nada más aquí, siento una profunda conexión con estas poderosas caídas de agua y ante su magnitud solo puedo callar. Nos pusimos el segundo traje de la celebración, nos adentramos de a poco en las aguas del río y nos volvimos niños jugando y riendo sin mesura, volviendo a la raíz, a conectarnos con la madre. 

 Llegó la hora de la cena y un tapete a cuadros extendido sobre la grama hizo las veces de mesa. Se recogieron allí todas las muestras de amistad y compañerismo traducidas en comida, que cada uno de los invitados había cargado por el camino. Con palabras de gratitud y un poco recopilando lo vivido durante la caminata y durante estos quince años llegó el momento de compartir. Las palabras contenidas no dieron espera y los invitados, de todas las generaciones del semillero, intercambiamos alimentos para el cuerpo y el alma. Con unos minutos de silencio, de diluirnos y hacernos uno con el todo, y un OM, cerramos la celebración. Los invitados tomamos el camino de regreso a casa felices de sabernos parte de esta sangha que sigue creciendo, madurando y coleccionando años conforme pasa el tiempo. 


 No sabría explicar el porqué, pero en el camino de regreso mi mente estuvo más apaciguada, tal vez el silencio, la cascada, el compartir, el cansancio, no lo sé, pero me recuerdo cantando: “La luz dentro de mí, reconoce la luz dentro de ti, somos uno somos uno”.

Sembrado por Carol Jaramillo (Marzo 2020)
Fotografías por Andres Montiel

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