Hogar

by - julio 25, 2020



Por varios años no conté con una casa en donde habitar, dormir, cocinar y todas esas cosas que se hacen en un hogar, lo que llevó a que algunos dijeran que yo simplemente vivía en una chaqueta, o que era algo así como el último nómada urbano, incluso algunos decían que en esos años estaba haciendo el curso como monje renunciante y como peregrino errante.
Aunque se digan tantas cosas, que hoy son simples anécdotas, lo que si puedo decir es que fue una época en la que puede aprender el valor de la ligereza, de la impermanencia, pero sobre todo el valor de lo simple, y de hecho me ha permitido entender el rol que jugaba la disciplina monástica de la renuncia en el proceso formativo en diversas tradiciones místicas.
De esa época me queda el gusto por visitar familias ajenas, pero sobre todo por aprender a sentirme como uno más de la casa, así su acogida fuera por un solo día. De algunas de esas familias me siento aún como un miembro honorario, o como una especie de primo lejano que sólo manda noticias ocasionalmente. Y aún hoy, con sólo cerrar los ojos puedo recordar a todos aquellos que estuvieron ahí para recibirme, para cuidarme, para apoyarme, y puedo revivir esa sensación de sentirme parte de una camada humana y llenarme de su calidez.
Por esto, aunque pareciera que no tengo ni he tenido un hogar fijo, me he sentido con la dicha de labrarme en la habilidad de encontrar un hogar a donde sea que vaya. Porque mientras pueda contemplar la magnificencia de la cúpula celeste, sentir la tierra acariciando mis pies descalzos, y escuchar la vibración que emana de mi corazón, me sentiré en casa.
“Si nuestro corazón palpita, es por el calor de la vida que llevamos dentro, y mientras estemos conectados con ese corazón, en el que se conjugan el cielo y la tierra, siempre llevaremos ese calor de hogar a donde sea que nos conduzca esta existencia”.

Sembrado por Esteban Augusto (Julio 2020)

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