Hace muchos años alguien me preguntó que a qué me dedicaría si no tuviera que trabajar para sobrevivir, y en ese momento se me hizo muy clara la respuesta: A ENSEÑAR. En ese instante no tenía ni idea de qué enseñar, ni a quién, ni mucho menos en dónde, pero desde ese día cada paso que he dado me ha llevado a compartir con cada vez más personas y aunque en un principio no pretendí dedicarme a enseñar las diferentes cosas a las que me dedico hoy en día, me he dejado conducir por la vida, que me ha abierto las puertas para llevar todas estas reflexiones y practicas sobre el vivir, el servir, el amar, y el convivir a múltiples públicos en muchas regiones.

Con los años me di la posibilidad de aprender del enseñar, y así encontré la claridad de que uno no enseña para dejar su huella en el otro, ni para  obtener retribución o gratificación, y menos para derivar el sustento de la enseñanza, uno enseña sólo por el acto de dar, porque hay momentos en nuestras vidas en donde nos volvemos instrumentos del dar de la vida, que siempre se expande y se comparte, y al sintonizarnos con ese ciclo expansivo, es la vida la que se dedica a enseñar a través de nosotros.

También aprendí que el enseñar implica desnudarse ante los otros y mostrarse tal cual se es, porque al enseñar no se comparte lo que sabe, sino lo que se es.

Pero sobre todo aprendí que el enseñar es un voto que se renueva con cada respiración, y tal y como la inhalación no se puede desconectar de la exhalación, el enseñar no se puede desconectar del aprender, y la clave para enseñar no está en acumular contenidos, ni en preparar temáticas o metodologías, sino en mantenerse receptivo al instante presente, porque es en el presente en donde se hace posible el encuentro con los otros, y en la disposición ante ese encuentro está la posibilidad de transformarnos mutuamente entregándonos al proceso constante del enseñar y el aprender.